Como todos los veranos en Zaragoza, el de 2018 fue exageradamente caluroso. Había ya terminado mi grado en Administración y Dirección de Empresas en la Universidad de Zaragoza y llevaba ya un tiempo trabajando en un bufete de abogados. No estaba en plantilla, trabajaba 6 meses y me echaban 3. Esta vez estaba en la segunda ronda de 6. 

A las 5:30 sonaba el despertador, las calles todavía no estaban puestas. Hastío, desmotivación, desánimo, tocaba volver a la mina. Los lunes nunca se me habían hecho tan cuesta arriba. Iba caminando al trabajo y de forma habitual los empleados del Ayuntamiento vertían agua para refrescar el ambiente. Me convertía en una equilibrista, tenía que sortear aquellas baldosas sueltas que escondían un charco tras de sí. La luz de las farolas no ayudaba y siempre acababa con mis piernas cubiertas de agua y arena.

El trabajo era de lo más exigente y estresante mentalmente, con cuotas de producción altísimas. Las supervisoras y jefes me recordaban a domadores de leones.

Al llegar a casa me desplomaba, me metía en la cama hasta que mi novio llegaba. Recuerdo mi aspecto, tenía palpitaciones, no podía parar de llorar y estaba en los huesos. No tenía fuerzas.

Las tardes las pasaba frente al móvil, viendo vidas ajenas que hacían olvidar la mía. En una de esas tardes apareció una amiga, como si de un soplo de aire fresco se tratase. Su conversación me envalentono, me abrí en canal, deje salir todo.

Cuando vas a darle al play nunca sabes lo que hay al otro lado, su audio de voz me abrió los ojos. Su voz enérgica, sus ganas de vivir, sus propias vivencias me dieron las fuerzas.